Lectura del santo evangelio según san Juan 14,23-29):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado.» Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.»
Palabra del Señor
COMENTARIO A LAS LECTURAS
1. «Mi paz os doy».
En el evangelio, que remite de nuevo a su salida de este mundo, ya muy próxima, Jesús inculca a su joven Iglesia una palabra: la paz. Se trata expresamente de la paz que proviene de él, que es la única auténtica y duradera, pues una paz como la da el mundo por lo general no es más que un armisticio precario o incluso una guerra fría. Los discípulos poseen el arquetipo de la verdadera paz en Dios mismo: el que guarda la palabra de Jesús por amor, ése es amado por el Padre. El Padre viene junto con el Hijo al creyente para hacer morada en él, y el Espíritu Santo le aclara en su corazón todo lo que Jesús ha hecho y dicho, toda la verdad que Jesús ha traído. Dios en su Trinidad es la paz verdadera e indestructible. En esta paz los discípulos deben dejar marchar a su amado Señor con alegría, porque no hay más alegría que el amor trinitario, y éste se debe desear a cualquiera, aun cuando haya que dejarle marchar.
2. «Hemos decidido por unanimidad».
La Iglesia tiene que ser un ejemplo de paz en el mundo sin paz. Pero ha de superar en su interior ciertos problemas que provocan tensiones y que sólo pueden resolverse bajo la guía del Espíritu Santo, en la oración y en la obediencia a sus designios. El problema quizá más grave se le planteó a la Iglesia (como muestra la primera lectura) ya en vida de los apóstoles: la convivencia pacífica entre el pueblo elegido, que poseía una revelación divina milenaria, y los paganos que empezaban a incorporarse a la Iglesia, que no aportaban nada de su tradición. Conseguir una convivencia verdaderamente pacífica exigía renuncias por ambas partes, y las largas deliberaciones de los apóstoles debían conducir necesariamente a exigir estas renuncias: los paganos no tenían necesidad de seguir importantes costumbres judías, por ejemplo la circuncisión; pero en contrapartida debían hacer algunas concesiones a los judíos en lo referente a ciertos usos alimentarios y a los matrimonios entre parientes. Estos compromisos, que quizá hoy pueden parecernos sobremanera extraños, eran entonces de palpitante actualidad, y debemos tomar ejemplo de ellos para todo aquello a lo que nosotros hemos de renunciar necesariamente aquí y ahora para que entre las diversas tendencias de la Iglesia reine la verdadera paz de Cristo, y no nos contentemos con un simple armisticio. Nunca un partido tendrá toda la razón y el otro ninguna. Hay que escucharse mutuamente en la paz de Cristo, sopesar las razones de la parte contraria, no absolutizar las propias. Esto puede exigir verdaderas renuncias hoy como ayer, pero solamente si aceptamos estas renuncias se nos dará la paz de Cristo.
3. «Los nombres de las doce tribus de Israel… los nombres de los doce apóstoles del Cordero».
La figura de la definitiva «ciudad de la paz», de la Jerusalén celeste, confirma en la segunda lectura la paz traída por Dios entre el Antiguo Testamento de los judíos y el Nuevo Testamento de los cristianos, la curación de la peor herida que ha desgarrado al pueblo de Dios desde los tiempos de Jesús. Mientras las puertas llevan grabados los nombres de las doce tribus de Israel, los cimientos llevan escritos «los nombres de los apóstoles del Cordero», y el número de los que aparecen delante del trono de Dios es de veinticuatro. Quizá esta escisión que se produjo con motivo de la venida de Jesús no se supere del todo hasta el final de los tiempos, pero nosotros debemos intentar superarla ya dentro de la historia en la medida de lo posible. Aunque la unidad en la fe no sea del todo realizable, la unidad en el amor es siempre posible.