Evangelio según san Juan (18,33b-37):
En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?»
Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»
Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
Pilato le dijo: «Conque, ¿tú eres rey?»
Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»
Palabra del Señor
COMENTARIO A LAS LECTURAS
- Cristo no se declara rey hasta que llega el momento de su pasión. Anteriormente, cuando se le había querido hacer rey, Jesús lo había evitado y se había retirado, como si se hubiera tratado de un malentendido (Jn 6,15). Pero ahora, cuando llega el momento de la verdad, cuando se acerca la hora de la cruz, puede y debe manifestarse como el que es: origen (principio) y fin del mundo, como se dice en el Apocalipsis. Los inevitables malentendidos ya no importan ahora: Pilato no comprenderá la esencia de su pretensión de realeza, los judíos la rechazarán. Pero Jesús la mantiene: «Tú lo dices: Soy Rey», porque «he venido al mundo para ser testigo de la verdad». La verdad es el amor del Padre por el mundo, amor que el Hijo representa en su vida, muerte y resurrección. La cruz es la prueba de la verdad de que el Padre ama tanto a su creación que permite esto. Y el letrero, escrito en las tres lenguas del mundo, que Pilato mandó colocar sobre la cruz testimonia sin saberlo esta verdad para todos y cada uno. Ciertamente se puede decir que Jesús, humillado hasta la muerte en la cruz, fue constituido soberano del mundo entero con su resurrección de la muerte. Pero esto es posible únicamente porque había sido elegido para esta realeza desde toda la eternidad, e incluso la poseía desde siempre en cuanto que la creación del mundo jamás habría tenido lugar sin la previsión de su cruz (1 P 1,19-20). Es investido con una dignidad que ya poseía desde siempre.
- «Su reino no acabará». La visión de Daniel en la primera lectura muestra en imágenes lo que se dice en el evangelio: el Hijo es investido por el Padre con la dignidad de la realeza eterna en un momento intemporal en el que no se puede distinguir entre el plano de la creación y el de la redención. «Todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron»: esto se dice en la Antigua Alianza, antes de la cruz; lo mismo dice el Apocalipsis del «Cordero degollado».
- «Yo soy el Alfa y la Omega». En la segunda lectura es el Señor resucitado -que sigue siendo todavía, en el juicio final, el «traspasado»- el que se designa como el «Todopoderoso», el Rey por excelencia, el «Príncipe de los reyes de la tierra». Pero como él, que se declaró rey ante Pilato, «nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre», nos ha convertido también, a nosotros los redimidos, «en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre»; nos ha convertido en reyes que, al igual que él, somos a la vez «sacerdotes», es decir, que sólo podemos reinar en virtud de un poder espiritual. Aquí no se trata del ministerio eclesial terreno, sino del sacerdocio de todos los verdaderamente creyentes. Cristo como Rey dice de sí mismo: Yo soy «el que es, el que era y el que viene». Su supratemporalidad (el que es) es a la vez el hecho históricamente único de su pasión y muerte (el que era), que como tal adviene siempre a nosotros desde delante, desde la plenitud del tiempo venidero.