Vivir es elemental. Despejemos la entrada, invirtamos las categorías que nos obligan a ver la vida como algo matador, triturador. Lo matador es vivirla trastocados, de manera desordenada, lo cual nos impulsa hasta a lanzarnos alocados a la carrera del éxito por el éxito y a cualquier precio, tanto si lo conseguimos como si no. En muchos casos, hay quien se entrega a sexo, droga y rock and roll. “¡Sé proactivo!”, nos insiste la vana filosofía del éxito, como si ello bastara para conseguir ser feliz. Ser proactivo es bueno, pero no es suficiente para ganarnos el cielo. Porque vivir con un cohete en el trasero puede propulsarnos al estrellato, sí, pero jamás nos hará felices. Lo que sí nos trastocará tanto que enloqueceremos con los rituales de la moda fanfarrona que promueve hasta al vandalismo. A continuación, sentiremos que la vida está vacía y que todo es lícito para llenarla de serrín. Y habremos caído ya en el éxito efímero, o éxito de un día, el llamado minuto de gloria. Con o sin éxito real, quizás el aparente, la ensoñación. Peor que peor.
La vida, bien vivida, es extraordinaria. Al margen del sufrimiento que comporta, para todo hijo de vecino, y hasta con el sufrimiento más agobiante, lo es de una o de otra manera. Enseña y nos impele a aprender y a enseñar. Es todo lo que tenemos, lo único con lo cual podemos llenarnos o vaciarnos. Porque una vida puede estar llena o vacía, si nos atenemos al mundo del sentimiento, pero también a la salvación del alma. Si nos sobreponemos al vivir insulso, si somos capaces de vivir con reciedumbre, irradiaremos luz llenos de rebosantes motivos y alegrías, y será el momento en que sentiremos la necesidad de comunicarlo a los demás. E impactaremos desde la persona más cercana hasta la masa obtusa que se deja arrastrar por teorías que le venden como prácticas, y además creídas a pies juntillas como necesarias para ese minuto de gloria del que hemos hablado. Es más fácil y fructífero comunicar vida al hermano, al vecino, que no a la masa, que es endeble y manipulable como lo más. Sabido eso, ambas cosas debemos hacer, cada uno desde su lugar. Un truco: convirtamos la masa en comunidad de creyentes. Es lo que hace el Papa Francisco ante propios y extraños.
Esa comunicación de vida cuando nos sentimos rebosantes de ella es lo que la Iglesia llama “misión”. Tanto si es en África como en el patio de nuestra casa o en la alcoba. De hecho, es una de las enseñas del cristiano, y la que fluye más natural cuando uno se siente rebosante de vida. Ciertamente, el alma tocada y encendida por las brasas divinas necesita dar a conocer la Vida, sabedora por propia experiencia de que eso es la vida en esencia y pura, y no la entelequia que nos vende la sociedad capitalista. En esa línea nos habló el Papa Francisco en su homilía de la misa de la solemnidad de San Pedro y San Pablo. “No se cansaron nunca de anunciar, de vivir en misión, en camino”. “Dieron testimonio de Él [el Señor] hasta el final, entregando su vida como mártires”. Y es que esa necesidad de comunicar que nos impele es tan imperiosa y tan sentida como cierta, que no puede ser de otra manera: o la vida o la muerte. La vida, no lo olvidemos, nos lleva o nos debe llevar a la Vida. Y el cristiano siempre opta por la Vida, sin olvidar que a ella se llega precisamente muriendo a uno mismo. En este sentido, pues, la vida es todo lo que tenemos para llegar a la Vida. Y es por eso que no debemos perderla o desaprovecharla, sino entregarla.
Precisamente porque la entregamos voluntaria y sacrificialmente, es por lo que podemos recuperarla. Lo asegura Jesucristo: “Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente” (Jn 10,17-18). Entregándonos de este modo es como podemos llegar a cambiar el mundo. No negar que va mal, sino, reconociendo ese mal, conseguir cambiarlo. Porque si yo cambio, si tú cambias, cambia todo. Lo resumió bien un día el catedrático paleontólogo Juan Luis Arsuaga en “La Contra” de La Vanguardia: “El mejor modo de predecir el futuro es crearlo”. A continuación, hizo una pregunta al periodista: “La cosa es muy elemental: ¿A ti qué te dijo tu madre cuando eras pequeño?”. Porque el periodista le contestó “que fuese buena persona”, él pudo aseverar: “¿Lo ves? Hacer caso a nuestra mamá es lo que preservará a la humanidad”. Hagamos todos (uno, más uno, más otro…: tú, yo, él, y el otro…), todos, digo, hagamos caso a nuestra mamá, si es santa, y alcanzaremos el Cielo en la Tierra. Y luego, la vida eterna.