En el mes de noviembre finaliza el Año litúrgico. La devoción popular lo dedica –preferentemente– a rezar por los difuntos; pero, al acercarnos a los sepulcros –donde descansan los restos de nuestros seres queridos–, estamos pensando en «el más allá», en la vida eterna; de la que Jesús habla con frecuencia, y del medio de conseguirla: los justos irán a la vida eterna (Mt 25,46); y, si quieres entrar en la vida eterna guarda los mandamientos (Mt 19,17). El definitivo examen que sufrirá nuestra vida versará sobre ellos.
Ocurrida la muerte, cada alma se encuentra con Cristo, juez de vivos y muertos, en un juicio particular: Está establecido morir una sola vez, y después de esto el juicio (Heb 9,27), del que poéticamente dijo san Juan de la Cruz: «Al caer de la tarde te examinarán en el amor». Y amaremos más a Dios si –en este mes especialmente– tenemos presente los llamados novísimos o postrimerías, poniendo por obra el dicho clásico: «muerte, juicio, infierno y gloria, ten cristiano en tu memoria». Y cuando no nos mueva el amor, debido a nuestra débil y frágil condición, al menos tendremos presente el temor del Señor, que es el comienzo de todo recto saber —Initium sapientiae, timor Domini (Prov 9,10)–; ¡sí, hagamos caso a la Escritura: Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás! (Eclo 7,40).
Gracias a esa «nariz católica» que tiene el pueblo fiel –los christefidelis—nos han transmitido que Noviembre no sólo es «mes de difuntos»… Desde mi ancestral infancia he escuchado: ¡Dichoso mes, que empieza por Santos y acaba por san Andrés!, como para indicar que es tiempo de considerar para «todos» la santidad: ¡Todos estamos llamados a engrosar esa lista de Todos los Santos!
En realidad, Santo, Santo, Santo, es sólo Dios, este es atributo que le atañe a Él; y, si se predica del hombre, se refiere a la «vida de amistad con Dios», que nos dejó dicho: Sed santos para mí, porque yo, Yavé, soy santo, y os he separado de las gentes para que seáis míos (Lev 20,26). Aunque, quien trae propiamente la santidad al mundo es Jesús, que nos dice: Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante (Jn 10,10); y al llevarnos al Padre nos pide: Sed pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial (Mt 5,48). Y nuestra perfección es Cristo, modelo de todas las virtudes. La santidad cristiana, por tanto, consiste en imitar a Cristo: Por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad (Ef 1,4).
No olvidemos pues, a lo largo de este mes, que la santidad es fruto del trato con Jesús. Los auténticos «amigos del Señor» son santos. Han imitado su vida metiéndose en ella por la gracia, y –con la constante oración–, trataron su Humanidad Santísima, le han amado sobre todas las cosas; y –con su lucha– le han servido heroicamente, y se han convertido en nuestros modelos en la imitación de Cristo. En nuestros días, san Josemaría enseñó como punto central de su predicación, que el cristiano por el hecho del bautismo, está llamado a la plenitud de la vida cristiana. Y que: «Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en el trabajo, y santificar a los demás con el trabajo» (cfr. Conversaciones, n. 55).
¡Hagamos el propósito de conocer, tratar e intimar más con los santos! Con la fiesta del «amigo del Señor» el apóstol san Andrés –hermano de Simón-Pedro–, finaliza Noviembre –«mes de Santos»– y el «Año de la Iglesia»… Y ya que la liturgia le antepone la solemnidad de Cristo Rey, fiesta que es como la clave que cierra el ciclo anual, pensemos en los santos, y en que «todo lo que se hace por ellos va, por su propia naturaleza a Cristo y termina en Él, que es corona de todos los santos, y por Él va a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado» (Lumen gentium, 50).
Jesucristo hace que todos los que le siguen sean súbditos de ese Reino que vino a implantar en la tierra. Por eso es glorificado por todos, pero de un modo especialísimo por la que es Regina ómnium sanctorum, María Reina de todos los santos, entre los cuales –ojalá—nos encontremos todos un día en el cielo.