El ciclo litúrgico de Navidad se concluye con la fiesta del Bautismo del Señor (domingo siguiente a la Epifanía), que es ya el primer domingo del tiempo ordinario. En la escena del Bautismo de Jesús, contemplamos a Jesús, ya adulto, entrando en las aguas del río Jordán para recibir el bautismo que predicaba Juan el Bautista. Jesús se puso a la cola de aquellas gentes pecadoras que buscaban sinceramente la conversión de sus vidas. Siendo inocente, Jesús es proclamado en ese momento como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Su presencia en esta escena de presentación le hace solidario con los pecadores, no en el pecado, sino en tomar sobre sus espaldas el pecado que aparta al hombre de Dios y de los demás, dándoles un cauce de nueva vida mediante el bautismo salvador.
Jesús entra en las aguas del Jordán y su contacto con las aguas confiere a estas aguas el poder de transmitir una nueva vida, la vida de hijos de Dios, que Jesús quiere compartir con nosotros. Jesús es presentado por el Padre como su Hijo muy amado, invitándonos a que lo escuchemos. Y es inundado del Espíritu Santo, que toca su carne para hacerla capaz de Dios. Lleno del fuego del Espíritu Santo, Jesús entra en el agua, y en lugar de apagarse ese fuego, confiere a las aguas bautismales el poder de transmitir ese fuego en el sacramento. El Bautismo del Señor genera como un incendio universal, cuyo cauce transmisor son las aguas bautismales.
Cuando cada uno de nosotros somos sumergidos en el agua del bautismo, recibimos el mismo Espíritu Santo que inundó a Jesús, recibimos el ser hijos del Padre, con el Hijo Jesucristo, que nos hace sus hermanos y coherederos de su herencia, el cielo para siempre.
Todo ello se realiza por la acción misteriosa del Espíritu Santo, que envuelve a Jesús con el amor del Padre en esta escena y durante toda su vida. El Espíritu Santo va a ser el motor de toda la existencia de Jesús. El es el que ha formado su cuerpo en las entrañas virginales de María, el que lo inunda en el Jordán y lo conduce a la misión. Primero, llevándolo al desierto para enfrentarse cuerpo a cuerpo con Satanás y alcanzar la primera y más significativa victoria, una lucha no contra los poderes de este mundo, sino contra los espíritus del mal, a los que Jesús vence en su combate del Monte de las Tentaciones. Después, ese mismo Espíritu le llevará a predicar, a sanar corazones afligidos, al anuncio del Evangelio del Reino. Y consumará su impulso llevándolo voluntariamente a la muerte por el sacrificio ofrecido en la Cruz. En este momento supremo, es el Espíritu Santo como el fuego divino que baja del cielo para encender a la víctima y aceptarla como ofrenda agradable a los ojos del Padre. Por fin, el Espíritu Santo es quien resucita su carne sepultada, haciendo de ella carne gloriosa, que viene hasta nosotros en cada Eucaristía.
Eso mismo lo realiza el Espíritu Santo en nosotros, si le dejamos. Por el bautismo, hemos sido inundados de Espíritu Santo, que en la confirmación se nos ha dado en plenitud. Es el Espíritu Santo el que nos conduce por los caminos de la misión, según la vocación que cada uno haya recibido. Por eso, en el bautismo de Jesús, que hoy celebramos, preludio de nuestro bautismo, Jesús aparece como el hijo amado, que nos hace coherederos de su herencia del cielo. Después de celebrar la Navidad, habremos acumulado energías para afrontar la ofrenda de nuestra vida en las circunstancias ordinarias de la vida, o en las extraordinarias que puedan venir.
Si nos hemos acercado más a Jesucristo, la Navidad ha sido el comienzo de todo un itinerario que nos conduce a la Pascua, a la muerte y la resurrección. Sigamos al hilo del Año litúrgico profundizando en los misterios del Señor, en cada uno de los cuales se abre para nosotros una fuente inagotable de gracia.