El bautismo de Jesús, que celebramos este domingo, cierra el tiempo de Navidad. Su bautismo en el Jordán es el inicio de su misión. La voz del Padre, que viene del cielo, revela que Jesús no es un pecador más en la fila de quienes hacen penitencia, sino su Hijo amado, su predilecto. Por eso, la gente debe escucharle. San Pedro sintetiza la misión de Cristo con estas palabras: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Los evangelios constituyen el desarrollo de esta misión de Cristo, que arranca de su Bautismo, momento en que, como hombre, fue ungido para llevarla a cabo.
En este día, la Iglesia pone ante nuestros ojos la misión de los cristianos como bautizados. Todo bautizado es, como Cristo, un ungido por el Espíritu. Tenemos su misma misión. Y cada bautizado está llamado a hacer el bien y a sanar a los que están oprimidos por el mal. Desgraciadamente muchos cristianos han olvidado la grandeza de su bautismo. Lo consideran un rito que recibieron de niños, una ceremonia emotiva que nos introdujo en la Iglesia como miembros suyos, pero cuyas consecuencias desconocen. Así se explica que haya tantos cristianos que viven de espaldas a su condición bautismal, indiferentes unos, poco practicantes otros, y muchos alejados. San Agustín decía: «cristiano viene de Cristo». Quería decir que el cristiano recibe de Cristo su misión.
El Concilio Vaticano II quiso recuperar la vocación y misión de los lacios. San Juan Pablo II escribió un documento precioso, titulado «Los laicos cristianos», que puede ser entendido como un manual de vida para los bautizados como protagonistas en la vida de la Iglesia. Y el Papa Francisco, en su exhortación «Evangelii Gaudium», ha subrayado de nuevo la dignidad de los laicos y su responsabilidad en la misión de la Iglesia. A pesar de todos los esfuerzos, los laicos no terminan de asumir su misión. Mucha culpa tenemos los pastores, que seguimos considerando a los laicos destinatarios de nuestra acción pastoral, pero no sujetos responsables de la única misión de Cristo. Pensamos a menudo que debemos encomendarles tareas, oficios, responsabilidades. Y no está mal. Pero olvidamos que es el bautismo quien les ha otorgado su misión propia en el mundo. No son delegados de los sacerdotes, como si su misión en la Iglesia fuera el resultado de una delegación. Pensar así es «clericalizar» a los laicos, hacerlos dependientes de los sacerdotes, privarles de sus iniciativas responsables.
En otras ocasiones, son los mismos laicos, quienes, al experimentar la dificultad de estar en el mundo, con autonomía propia, no asumen su exigente vocación. Y sucumben a la tentación de refugiarse en el ámbito cálido de los templos y sacristías. El lugar propio de los laicos es el mundo y las estructuras temporales, los ámbitos donde se juega la vida de la sociedad: la cultura, la economía. Son el fermento en la masa, la luz en el mundo. Por eso, los laicos, para vivir su vocación bautismal, necesitan una profunda vida espiritual, una competente formación doctrinal y, sobre todo, una pasión por evangelizar, que es la misma de Cristo. Juan Bautista dice hoy que el bautismo de Cristo se realiza con Espíritu Santo y con fuego. Esos son los laicos que la Iglesia necesita hoy: bautizados con el Espíritu de Cristo y con su fuego. Sólo así serán capaces de responder a la gracia recibida en su bautismo y asumirán el compromiso de la nueva evangelización porque, como decía san Juan Pablo II, la nueva evangelización o se hace con los laicos o no se hará.