Lectura del santo Evangelio según san Lucas (21,25-28.34-36):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas.
Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria.
Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación.
Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.
Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre».
Palabra del Señor
COMENTARIO A LAS LECTURAS
1. «Estad siempre despiertos» y orad.
El Año Litúrgico comienza en el evangelio con una visión anticipada del retorno de Cristo. Con ello se nos enseña algo inhabitual: a ver la Navidad (su primera venida) y el juicio final (su segunda venida) como dos momentos que se implican mutuamente. La Escritura nos dice constantemente que con la encarnación de Cristo comienza la etapa final: Dios pronuncia su última palabra (Hb 1,2); sólo queda esperar a que los hombres quieran escucharla o no. La última palabra que en Navidad viene a la tierra, «para que muchos caigan y se levanten» (Lc 2,34), es «más tajante que espada de doble filo… Juzga los deseos e intenciones del corazón… Nada se oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas» (Hb 4,12s). La Palabra encarnada de Dios es crisis, división: viene para la salvación del mundo; pero «el que me rechaza y no acepta mis palabras ya tiene quien lo juzgue: el mensaje que he comunicado, ése lo juzgará el último día» (Jn 12,47s). Lo que consideramos como un gran intervalo de tiempo entre Navidad y el juicio final no es más que el plazo que se nos da para la decisión. Algunos dirán sí, pero parece como si en este plazo que se nos deja para la decisión el no fuera en aumento. Es significativo que cuando se produce la primera petición de información sobre el Mesías deseado por toda la Antigua Alianza, «Jerusalén entera» (Mt 2,3) se sobresalte, y que tres días después de Navidad tengamos que conmemorar la matanza de los inocentes.
La muerte de Jesús se decide ya al comienzo de su vida pública (Mc 3,6). El vino al mundo no para traer paz, sino espada (Mt 10,34). Navidad no es la fiesta de la lindeza, sino de la impotencia del amor de Dios, que sólo demostrará su superpotencia con la muerte del Hijo. En este tiempo de nuestra prueba hemos de estar permanentemente «despiertos», vigilantes, «en oración».
2. «Señor-nuestra-justicia».
Ciertamente la Antigua Alianza anheló -así en la primera lectura- los días en los que Dios cumpliría su promesa de salvación a Israel. El vástago prometido de la casa de David será, en el sentido de la justicia de la alianza de Dios, un vástago legítimo que «hará justicia». Y esta justicia divina de la alianza en modo alguno ha de medirse según el concepto de la justicia humana; la justicia de Dios se identifica más bien con la rectitud («rectitudo») de toda acción salvífica de Dios, que a su vez se identifica con su fidelidad a la alianza pactada. Esto no excluye sino que incluye el que Dios tenga que castigar la infidelidad de los hombres para, en su aparente desolación, hacerles comprender lo que realmente significan la alianza y la justicia (cfr. Lv 26,34s.40s).
3. «Santos e irreprensibles cuando Jesús nuestro Señor vuelva».
Por eso la vida cristiana será -según la segunda lectura- una vida dócil a las «exhortaciones» de la Iglesia, una existencia en la espera del Señor que ha de venir, una vida que recibe su norma del futuro. En primer lugar se menciona el mandamiento del amor, un amor que ha de practicarse no sólo con los demás cristianos sino que ha de extenderse a «todos», para que de este modo la Iglesia, más allá de sus propias fronteras, pueda brillar con el único mensaje que puede llegar al fondo del corazón de los hombres y convencerlos.
Pero para eso se precisa, en segundo lugar, una «fortaleza interior» que debemos pedir a Dios, porque sólo esa fortaleza puede ayudarnos para que nuestro amor siga siendo realmente cristiano y no se disuelva en un humanismo vago. El día que comparezcamos ante el tribunal de Cristo, nuestra santidad ha de ser tan «irreprensible» que nos permita asociarnos a la multitud de sus santos (de su «pueblo santo»), que vendrán y nos juzgarán con él (Ap 20,4-6; 1 Co 6,2).