Humildes para servir a todos
La Iglesia Católica es una gran institución. Está presente en prácticamente todos los países del mundo. Además, el hecho de que el Vaticano esté reconocido como un pequeño estado hace que tenga representantes diplomáticos ante los gobiernos de las diversas naciones. Por otra parte, a través de diócesis e institutos religiosos, la Iglesia Católica coordina un amplio sistema de escuelas, colegios, universidades y hospitales. Posiblemente el mayor del mundo. Los viajes del papa han dado lugar a masivas concentraciones de creyentes. Todo ello nos puede dar la idea de que pertenecemos a una institución poderosa. Y de que deberíamos servirnos más de ese poder para hacer valer nuestros derechos frente a la sociedad civil.
Pero el camino del Evangelio es otro. Jesús nos propone vivir no en la grandiosidad, no apoyándonos en el poder sino en la humildad. Jesús nunca defendió sus derechos. Vivió una vida sencilla, enseñando a sus discípulos y a los que le querían escuchar. Se hizo cercano a los pobres y a los sencillos. No despreció a nadie. Y habló siempre del amor de un Dios que se hacía pequeño para ponerse a nuestro nivel, para escuchar nuestras penas y compartir nuestras alegrías. Como dice la segunda lectura, la comunidad cristiana no se apoya en el poder ni la fuerza. Somos parte de la ciudad del Dios vivo, de la familia de Dios, de un Dios que acoge a todos sin distinción. Y por eso también nosotros debemos acoger a todos.
En el evangelio Jesús se dirige a los fariseos. Ellos se sentían religiosamente buenos, socialmente importantes y más perfectos que el resto de la gente. Les invita a ser más humildes. Les cuenta una historia muy sencilla. Les habla de los invitados a un banquete. Entre ellos algunos buscan los primeros puestos. Y les habla de lo que le pasa a uno que se había sentado en el mejor lugar y al que le terminan rebajando al último porque llega otro invitado que es más amigo del amo de la casa. Luego les recomienda que cuando tengan que organizar un banquete no inviten a los poderosos sino a los pobres y a los que no tienen nada. Así es Dios que prefiere a los últimos y a los humildes.
Como cristianos no estamos llamados a ocupar los primeros puestos en el banquete sino a servir y preparar el gran banquete de la familia de Dios. E invitar a todos, abrir las puertas de par en par para que nadie se sienta excluido. Los creyentes somos los camareros de ese banquete, los que ayudamos a Dios para que todos se sientan acogidos. Lo nuestro no es ocupar los puestos de privilegio sino servir a la mesa. La fe en Jesús nos lleva a vivir en actitud de servicio y acogida, de cariño, a todos los que necesitan experimentar el amor de Dios. Lo nuestro no es imponer sino servir, ayudar, curar, sanar, perdonar, compartir.