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Actualidad

Comentario a las lecturas del Domingo 3 de marzo de 2019

Lectura del santo evangelio según san Lucas (6,39-45):

 En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:
«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».

Palabra del Señor.

 

COMENTARIO A LAS LECTURAS

Los verdaderos reformadores 

Kierkegaard escribía que «nada ayuda mejor al hombre a tener paciencia, que  pensar en sus momentos de impaciencia: ¿qué pasaría si Dios perdiese la paciencia  conmigo?». Creo que esta frase del filósofo danés, que era también un hombre de profunda  fe evangélica, constituye una magnífica aplicación del evangelio de hoy.

Los comentaristas del fragmento del «sermón del llano» de Lucas, que hemos escuchado  hoy, insisten en que sus frases deben entenderse en el contexto de las comunidades a las  que el evangelista se dirige. En ellas debían existir algunos cristianos que se consideraban  ya perfectos, una especie de «superdiscípulos», y que se dedicaban a adoctrinar a los  demás y a convertirse en sus guías espirituales. Aquellos superdiscípulos debían  caracterizarse por la convicción de que ya estaban convertidos del todo y que, por tanto,  podían ser jueces de sus hermanos. En alguna manera se estaba repitiendo en ellos la  tentación del fariseísmo, que acompaña con frecuencia a la religiosidad y que Jesús  formula admirablemente en el relato de hoy y en la parábola del fariseo y del publicano. Jesús dice a aquellos discípulos «perfectos» que son guías ciegos que no pueden dirigir a nadie.

Lucas retoma el mensaje del domingo pasado que nos presentaba a un Dios generoso, que es bondadoso con todo hombre. Como lo comentábamos entonces, el que ha experimentado en su persona el amor incondicional y gratuito de Dios tiene que cambiar su corazón: ya no debería vivir su vida en clave del do ut des -«te doy para que tú también me des»-, sino sentirse llamado a dar generosamente, sin esperar respuesta. Incluso tiene que luchar para perdonar, para comprender y hasta para amar al enemigo, porque Dios también le ama. Hoy Lucas aplica esta misma idea al interior de nuestra propia comunidad, en la que siempre existe el peligro que experimentó el evangelista entre los primeros creyentes: la de sentirse ya en la verdad y la perfección e incurrir en la dureza en contra de los otros. Erasmo de Rotterdam decía muy gráficamente, en una época histórica marcada por la necesidad urgente de reforma en la Iglesia: «Yo veo muchos Luteros, pero verdaderamente evangélicos, ninguno o muy pocos». Yo no sé si en la época actual acontece lo mismo, pero no es infrecuente que nos consideremos que estamos en la plena y absoluta verdad y que podemos enjuiciar las motas o las vigas que existen en aquellos sectores de la Iglesia que son distintos de los nuestros. Y creo que tenemos que reconocer, honesta y humildemente, que no hacemos el mismo esfuerzo para preguntarnos hasta qué punto nos comprometemos para ser verdaderamente evangélicos, es decir, para que la persona y el mensaje de Jesús marquen nuestra vida. En esta misma línea Bernard Shaw decía también que «los mejores reformadores que conoce el mundo son aquellos que comienzan por reformarse a sí mismos».

Y lo mismo puede decirse de nuestras relaciones humanas. El texto de Jesús refleja esa honda sabiduría popular que expresa de forma muy gráfica la verdad del corazón humano: vemos fácilmente los defectos ajenos y, por el contrario, somos gravemente miopes para los propios. Probablemente todos podemos citar ejemplos de personas a las que les hemos visto enjuiciar muy duramente los defectos de los otros, sin darse cuenta de que ellos mismos incurrían en otros defectos no menores…, e incluso en los mismos que estaban echando en cara al prójimo. ¿Nos hemos detenido a preguntarnos si no nos sucede a nosotros lo mismo? Porque en este tema se puede hasta rizar el rizo y afirmar que a fulanito le pega muy bien la parábola de Jesús…. cuando en realidad la puedo aplicar también, y hasta mucho más, a mí mismo.