Lectura del santo evangelio según san Lucas (6,27-38)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.»
COMENTARIO A LAS LECTURAS
Los textos de la celebración de hoy hablan de la magnanimidad. Ya los filósofos y los moralistas paganos conocían y admiraban esta virtud; en el Antiguo Testamento la magnanimidad recibe un fundamento más profundo; con Cristo se convierte, como amor a los enemigos, en la imitación del propio Dios.
1. «David cogió la lanza y el jarro de agua».
David (según la primera lectura) tenía la ocasión de matar a su enemigo Saúl mientras éste dormía, y su compañero Abisaí así se lo aconseja, de acuerdo con la lógica de la guerra. Pero David no lo hace, sin duda por magnanimidad, aunque la razón que da para no hacerlo es la siguiente: «No se puede atentar impunemente contra el Ungido del Señor». El temor ante el que ha sido consagrado a Dios le lleva a ser magnánimo, una magnanimidad que David no practica con otros enemigos. En efecto, cuando está a punto de morir, ordena a su hijo Salomón que practique la venganza contra sus enemigos.
2. «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».
Jesús va mucho más lejos: «Amad a vuestros enemigos,… orad por los que os injurian». Ya no se trata de actos externos de magnanimidad, sino de una actitud del corazón expresamente asimilada a los sentimientos del propio Dios, «que es bueno con los malvados y desagradecidos». Y lo es no en virtud de una bondad superior al mundo que reposa en sí misma, como lo demuestra la entrega de su Hijo por los pecadores, por los «enemigos» (Rm 5, 10). Jesús se eleva expresamente de la magnanimidad humana limitada (que ama a los que aman, da para después recibir, etc.) a la magnanimidad divina absoluta, que dispensa su amor a los que ahora le odian y desprecian. Jesús puede permitirse esta elevación porque él mismo es el don de Dios a todos sus enemigos, un don de amor no calculador que ahora convierte a todos los que han sido colmados con él en «ungidos del Señor». Lo que Saúl era para David, lo es ahora cualquier hombre para nosotros, pues todo hombre ha sido ungido por la muerte expiadora de Jesús. Y con ello la magnanimidad pasa de ser una virtud humana admirada (eso era en la filosofía pagana) a convertirse en algo natural y cotidiano desde el punto de vista cristiano, porque el cristiano sabe que él mismo es un producto de la magnanimidad divina. Y todo hombre lo es también, por lo que no tengo necesidad de demostrarle que soy más magnánimo que él, sino que simplemente le recuerdo con mi acción que todos nos debemos a la magnanimidad divina.
3. «Igual que el celestial son los hombres celestiales».
En la segunda lectura a la actitud y la virtud terrenas se contraponen una vez más la actitud y la virtud celestes. El hombre, que procede de abajo, de la naturaleza, por más que se considere a sí mismo como la flor suprema del cosmos, sigue siendo un ser «terreno» en el que están encarnadas las normas que rigen en la naturaleza: el amor bien entendido comienza por uno mismo. Como los recursos del mundo son limitados, una justa distribución, en la que yo recibo lo mío, es el primer mandamiento (cfr. Ap 6,5b-6). Pero el primer Adán ha sido superado por el segundo Adán, el celeste. Este, que viene del Dios infinito, no conoce los límites y las normas de la finitud: puede darse a sí mismo y repartir el amor celeste de una manera ilimitada, y legar a sus «descendientes», los cristianos, que están hechos a su imagen, el mismo don.